lunes, 31 de marzo de 2008

I




Mataría por vos;
lentamente
me sumerjo en el río,
aguarda...

jueves, 27 de marzo de 2008

Máscaras que trae la madrugada I



-¿Así que ha logrado conquistar medio Egipto con su ejército de mercenarios y promete para mi la otra mitad a cambio de que baile con usted una pieza de Schumann?
-En efecto, ¿de qué me servirían las pirámides y sus tesoros si no intercedieran para que disfrute de sus naturales bellezas?
-Accedo mi lord, aunque debo confesarle que me siento un tanto ruborizada por lo libertina de su proposición.
-No se sonroje tan pronto, que aún la noche no aprende malos modales.
-¡Oh cállese!, es usted un charlatán.

Así subían por las escaleras de blanco mármol la rubia de pechos elevados y el caballero de espada larga en medio de un tumulto de personas ávidas de desconocidos.

-¿Por qué trae colgado a su cuello un colmillo de dragón?
-Es que vengo de lejos y…

Unos.

-¿pero entonces usted es familiar de la realeza asturiana?
-Le agradecería si no lo divulga, mastican con la boca abierta ¿sabe?

Otros.

El cumpleaños del Duque de Marañon, al igual que todos los años, prometía ser el evento más distinguido de por allí. Era una costumbre inamovible que para cada 21 de marzo todos debían de tener prontos el disfraz que llevarían esa noche y que debía transformar a quien lo vistiera en un sujeto irreconocible para el resto de los concurrentes. En realidad la imaginación no era un bien que abundara en las tierras cercanas al señorío de Marañon, y en su mayoría, los loores se disfrazan de loores, los cortesanos de cortesanos y los caballeros de caballeros. De todos modos, la perspicacia tampoco era una gracia con la que fuera favorecida la región y nadie reconocía jamás a nadie en la fiesta a tal punto, que ni siquiera el cumpleañero era felicitado por su nuevo aniversario hasta la hora de los pasteles que era el momento en que cada uno abandonaba su falsa condición para reencarnar al sujeto que le tocó ser en suerte.

Ya en el gran salón, una princesa eslava danzaba coreografías de lugares desconocidos mientras un hombrecito diminuto desperdigaba flores por todo el recinto.

-Me sentiría absolutamente complacida si vuelve a contarme como fue que vendió su excelso cuadro en el otro lado de Europa
-Y yo me sentiría absolutamente complacido de que me preguntara, cosas un tanto más relevantes como qué sentí al pintarlo, o qué tonalidades empleé y por qué, mas veo que no todos contamos con la misma suerte esta noche. Le decía, estaba yo en Moldavia y…

Las guirnaldas se enredaban entre los presentes, embriagados por las mentiras consentidas que tronaban a lo ancho de la sala.
Aquél lugar poseía como única reina a la virtud. Esta hacía la vista gorda del pecado que, en esos instantes de éxtasis, solo escondía picardía.
Cada quién era quien quería ser, y cada cual era uno distinto según quien estuviera en frente. Cada quien y cada cual se encontraron detrás de una columna, se dijeron alguna cosa obscena en el oído y libraron su teatro a la impunidad que solo esa noche podía permitirles, luego de unos fatuos minutos se separaron, y cada quien o cada cual volvían a perderse entre el ebrio danzar de las máscaras en su vaivén a paso de cópula.

Un soldado de traje violeta narra mil batallas ganadas, mientras el biólogo que lo acompaña va adivinando de qué especies son los gigantescos animales que el otro dice haber acabado.

Las frases van entretejiéndose con la arquitectura del lugar y originando magníficos cadáveres exquisitos

-¡Viva la libertad!
-¿No le parece muy pronto para tomarme un seno?
- ¿y cómo hizo para despegarse del canto de las sirenas?
- Cuatro millones de liras
- Es una esplendida noche, ¿no le agradaría apreciarla detrás de los nogales? Sería un secreto entre caballeros, ¿me entiende?
- ¿A si que son madre e hija? Pensaba que eran hermanas
- ¿y a su seno no le parece muy tarde para no haber sido tomado todavía?
- El pueblo no sabe divertirse
- ¡El duque si que sabe divertirse!
- ¡Salud al duque!
-¡Salud!

Contra una de las paredes un narigón de viejo antifaz que bebe viejo vino refunfuña por lo bajo. Sus plegarias llegan a oídos de una muchacha de cabellos colorados y rizos que lo interpela...

Muchacha de cabellos colorados y rizos: ¿Pues qué sucede caballero que no disfruta de la fiesta?
Narigón de viejo antifaz que bebe viejo vino: (completamente ebrio) ¡Patrañas! ¡Patrañas! ¡Miraos, patéticos, borrachos, petulantes, en su nube de vicios y ardores exuberantes! Entregados por completo a la insoportable banalidad del ser. (levantando la voz) ¡me dan lástima!
Muchacha de cabellos colorados y rizos: ¿Lástima?
Narigón de viejo antifaz que bebe viejo vino: ¡Si! Lástima. Y qué si me declarara en este instante conde de Macedonia. En este estado, con estos modales, y con la soledad que llevo con peso sobre mi espalda, ¿qué cambiaría de ella?, qué…
Muchacha de cabellos colorados y rizos: Si así se declarara, no sería el primer conde de Macedonia que pierde los modales con esta jovencita. Si quiere puedo ser la reina de Inglaterra para usted.
Narigón de viejo antifaz que bebe viejo vino: ¡oh! la reina de Inglaterra…

Se pierden en la oscuridad

Siguieron quebrándose las copas por lo esforzado de los brindis y las lámparas apagándose y encendiendo según lo requiera la situación; hasta que la gran cocinera entró por la puerta principal con el pastel.
Como de costumbre el silencio reinó por unos segundos donde cada uno, cada quien y cada cual procuraron interrumpir los diálogos que mantenían, perderse entre la multitud y el anonimato, y volver un tanto a sus personajes de media noche borrando bruscamente el degradé de perversión con que había sido coloreado.

Al fin, tras los minutos necesarios, un marqués de pelo suelto y con máscara faraónica se aproxima hacia el gigantesco postre.

El Duque de Marañon: pues bien, otro año más no han logrado reconocerme y es necesario que descubra mi rostro para que seáis capaces de felicitarme.

El duque se saca la máscara y ante asombro de todos, el rostro descubierto es el de un moro, y no el de su alteza. El señor al darse cuenta de la incomodidad de la situación se aproxima a un espejo y se percata que su reflejo ya no es el mismo

El duque: ¡no puede ser! Os juro que soy un Marañon

Se saca los atuendos y debajo de su traje, se esconden las ropas de un sastre. Desesperado comienza a desgarrarse la piel a pedazos y la cara de moro deja lugar a la fisonomía de un judío y ésta a la de un mestizo.

Paranoia mediante, todos comienzan a tratar de desprenderse de sus trajes, pero Madame Montfleury tenía debajo de sus vestidos ropas de hombre, y debajo del hombre se ocultaba una sucia plebeya.
El duque de Orleáns profiere un grito de terror al reconocerse en un leproso, a tan pocos minutos de encarnar un personaje que conquistaba Asia. Tal vez allí sea que fue contagiado.
Mientras, los danzarines se convertían en paralíticos, mendigos y enanos. Las pieles y las carnes que se bendijeron con el goce instantes atrás eran arrancadas de los cuerpos en busca de la dignidad perdida.
La luz fue lentamente venciendo a la noche y el palacio fue un coro de aullidos de personajes que jamás se reencontraron con su origen y que han quedado completamente a la deriva de su frivolidad.

domingo, 16 de marzo de 2008

La revolución al cántaro


Entre los cortesanos del rey se rumoreaba sobre un posible ardid por parte del campesinado para desestabilizar el reino. Los relatos que llegaban a oído del palacio eran de lo más asombros. En teoría el pueblo habría incursionado en las artes oscuras y conjurado brujerías que recaían sobre las hijas vírgenes de los nobles. Éstas, al parecer, quedaban embarazadas de manera inexplicable. También se especulaba con que algunos campesinos hayan realizado alianzas con el país de los gigantes para que acudan en su auxilio. Y los más osados afirmaban que el pacto en realidad había sido con los dragones, aún a sabiendas que los dragones detestan a los vulgares aún más que lo mismos nobles. De todos modos, entre diarreas y tifus, el motivo de los desvelos de la realeza era la especulación de que en las inmediaciones del castillo, los aldeanos podrían estar deliberando asesinar al rey. Fue por esto que una vez que la presunción llegó a oídos del caballero de Defensa y Ordenamiento Territorial, se dispuso de inmediato, el más estricto estado de sitio, con 19 anillos de lanceros defendiendo el fortín. Además se decretaron inspecciones, e incautaciones permanentes de todo cuanto pueda suponer una amenaza para la cabeza (y el resto del cuerpo) de su majestad y de su círculo inmediato.
Resulta que ese año el frío había sido terrible y la cosecha pésima. El pueblo en conjunto se había negado a otorgarle a la iglesia el diezmo de lo que habían producido como todo los períodos le era exigido. El rey inmediatamente ordenó despojar a todos de la mitad de sus reservas como castigo por la falta de devoción demostrada para con los clérigos del lugar. Claro que, lo violentísimo de la decisión (que desembocó en quema de graneros y lapidaciones ejemplificantes, entre otras conductas piadosas), desveló en parte a los allegados del monarca, quienes comenzaron a temer por la revancha de una horda enceguecida de famélicos que rompiera con su aparente tranquilidad. De ahí el ejercicio de creatividad y paranoia del cual fuimos testigos al comenzar la fábula.
Un día llegó a la puerta de la muralla un hidalgo de baja monta. De esos que de noble solo conservan un escudo viejo de algún bisabuelo que en alguna ocasión hubiera prestado un servicio corriente a su alteza. Pedía ver al señor, aduciendo tener en su poder un obsequio de la población. Lo ridículo de la petición, con el feudo en tal estado de alerta, provocó de inmediato la risa de los soldados apostados en la primera línea de combate. El carcajeo contrastaba notoriamente con la seriedad del pobre joven quien se sentía en la obligación de interceder en el conflicto. Fue tal la estupefacción causada, que los lanceros decidieron llevar al infeliz hasta el próximo círculo de la milicia para enseñar el extraño ejemplar a sus superiores. Allí se tomaron el caso con mayor sobriedad; le preguntaron que era lo que traía, y el muchacho les mostró una cantimplora. Sin embargo, se negó a revelar su contenido. “Su majestad debe beber nuestro regalo frente a mis ojos y ratificar su decisión de hacer padecer a vuestros súbditos”. La situación ya no parecía tan amena. Estaban frente a un claro intento de envenamiento, un intento no muy inteligente, es verdad, pero intento al fin. De inmediato decidieron detenerlo y transportarlo hacia el próximo anillo para que los superiores, decidieran que hacer al respecto. “Así que usted viene encomendado para envenenar al rey”, “Si”, “¿No os resulta algo descabellada vuestra idea?” “No hay empresa más descabellada que la que evitáis, mi señor”. Tales palabras fueron suficientes para confirmar las sospechas. Los caballeros se debatían entre enviar directamente al reo a la horca o encarcelarlo en palacio; finalmente se decidieron por esto último dado que la credulidad del criminal les causaba cierta simpatía.
Lo llevaron en caravana, y a cada anillo que atravesaban se le sumaban soldados que atónitos ante la bravura del jovenzuelo, tan venido a menos por cierto, el cual había sido encomendado a tan alta y oscura misión. Al llegar al palacio el revuelo era tal que el rey enterado de la situación, mandó traer su asesino platónico ante sus ojos. El muchacho, ingresó tímidamente ante la fría mirada de su alteza. Trescientos arqueros custodiaban atentos al malhechor, que parecía más niño aún bajo la contemplación del rey. “S-su m-majestad, me gustaría que beba de lo que he traído para usted” susurró el muchachito casi sin levantar la vista. Al rey no le agradó la petición. “Así que no solo intentaos entrar a palacio conteniendo mi fallecimiento en un frasco, sino que una vez descubierto, subestimas mi inteligencia, probando si yo mismo, por absurda realización del destino, acudo voluntariamente a la muerte”, “Su alteza por favor, suplico por la sabiduría divina que lo inviste que…” “Callaos inmediatamente, ¿con qué gallardía te atreves a hablaros?”. El muchacho comenzó a dar claras muestras de nerviosismo. “Jamás, ni siquiera en las tantas dinastías que me preceden, he tenido noticias de semejante acto de insolencia. Durante años he frecuentado los bajos durante la cosecha de la toronja, despilfarrando jamones entre los hambrientos por los que ahora sacaos la cara y jamás ninguno osó pronunciar palabras de tan poco pudor. Ni siquiera merecéis la muerte de un ladrón, menos la de un asesino…” Nuestro hidalgo temblaba. “¡¡Loco!!, llevadlo con los locos, es ahí a donde pertenece, ¡delira!” Algunos guardias se aprestaron junto a él para retirarlo. “Este mequetrefe delira!” “Que salga de mi vista inmediatamente que…” En un intento desesperado, al ver que finalmente lo retirarían del palacio para abandonarlo en una celda, el muchacho se libró como pudo de los brazos de sus opresores, abalanzándose sobre el monarca y arrojando sobre éste, el misterioso líquido del perverso cometido. En ese instante, trescientas flechas de trescientos arqueros atentos, atravesaron su corazón, sin poder evitar que por el rostro del monarca se deslizaran, purísimas, gotas de exquisita agua fresca.