domingo, 16 de marzo de 2008

La revolución al cántaro


Entre los cortesanos del rey se rumoreaba sobre un posible ardid por parte del campesinado para desestabilizar el reino. Los relatos que llegaban a oído del palacio eran de lo más asombros. En teoría el pueblo habría incursionado en las artes oscuras y conjurado brujerías que recaían sobre las hijas vírgenes de los nobles. Éstas, al parecer, quedaban embarazadas de manera inexplicable. También se especulaba con que algunos campesinos hayan realizado alianzas con el país de los gigantes para que acudan en su auxilio. Y los más osados afirmaban que el pacto en realidad había sido con los dragones, aún a sabiendas que los dragones detestan a los vulgares aún más que lo mismos nobles. De todos modos, entre diarreas y tifus, el motivo de los desvelos de la realeza era la especulación de que en las inmediaciones del castillo, los aldeanos podrían estar deliberando asesinar al rey. Fue por esto que una vez que la presunción llegó a oídos del caballero de Defensa y Ordenamiento Territorial, se dispuso de inmediato, el más estricto estado de sitio, con 19 anillos de lanceros defendiendo el fortín. Además se decretaron inspecciones, e incautaciones permanentes de todo cuanto pueda suponer una amenaza para la cabeza (y el resto del cuerpo) de su majestad y de su círculo inmediato.
Resulta que ese año el frío había sido terrible y la cosecha pésima. El pueblo en conjunto se había negado a otorgarle a la iglesia el diezmo de lo que habían producido como todo los períodos le era exigido. El rey inmediatamente ordenó despojar a todos de la mitad de sus reservas como castigo por la falta de devoción demostrada para con los clérigos del lugar. Claro que, lo violentísimo de la decisión (que desembocó en quema de graneros y lapidaciones ejemplificantes, entre otras conductas piadosas), desveló en parte a los allegados del monarca, quienes comenzaron a temer por la revancha de una horda enceguecida de famélicos que rompiera con su aparente tranquilidad. De ahí el ejercicio de creatividad y paranoia del cual fuimos testigos al comenzar la fábula.
Un día llegó a la puerta de la muralla un hidalgo de baja monta. De esos que de noble solo conservan un escudo viejo de algún bisabuelo que en alguna ocasión hubiera prestado un servicio corriente a su alteza. Pedía ver al señor, aduciendo tener en su poder un obsequio de la población. Lo ridículo de la petición, con el feudo en tal estado de alerta, provocó de inmediato la risa de los soldados apostados en la primera línea de combate. El carcajeo contrastaba notoriamente con la seriedad del pobre joven quien se sentía en la obligación de interceder en el conflicto. Fue tal la estupefacción causada, que los lanceros decidieron llevar al infeliz hasta el próximo círculo de la milicia para enseñar el extraño ejemplar a sus superiores. Allí se tomaron el caso con mayor sobriedad; le preguntaron que era lo que traía, y el muchacho les mostró una cantimplora. Sin embargo, se negó a revelar su contenido. “Su majestad debe beber nuestro regalo frente a mis ojos y ratificar su decisión de hacer padecer a vuestros súbditos”. La situación ya no parecía tan amena. Estaban frente a un claro intento de envenamiento, un intento no muy inteligente, es verdad, pero intento al fin. De inmediato decidieron detenerlo y transportarlo hacia el próximo anillo para que los superiores, decidieran que hacer al respecto. “Así que usted viene encomendado para envenenar al rey”, “Si”, “¿No os resulta algo descabellada vuestra idea?” “No hay empresa más descabellada que la que evitáis, mi señor”. Tales palabras fueron suficientes para confirmar las sospechas. Los caballeros se debatían entre enviar directamente al reo a la horca o encarcelarlo en palacio; finalmente se decidieron por esto último dado que la credulidad del criminal les causaba cierta simpatía.
Lo llevaron en caravana, y a cada anillo que atravesaban se le sumaban soldados que atónitos ante la bravura del jovenzuelo, tan venido a menos por cierto, el cual había sido encomendado a tan alta y oscura misión. Al llegar al palacio el revuelo era tal que el rey enterado de la situación, mandó traer su asesino platónico ante sus ojos. El muchacho, ingresó tímidamente ante la fría mirada de su alteza. Trescientos arqueros custodiaban atentos al malhechor, que parecía más niño aún bajo la contemplación del rey. “S-su m-majestad, me gustaría que beba de lo que he traído para usted” susurró el muchachito casi sin levantar la vista. Al rey no le agradó la petición. “Así que no solo intentaos entrar a palacio conteniendo mi fallecimiento en un frasco, sino que una vez descubierto, subestimas mi inteligencia, probando si yo mismo, por absurda realización del destino, acudo voluntariamente a la muerte”, “Su alteza por favor, suplico por la sabiduría divina que lo inviste que…” “Callaos inmediatamente, ¿con qué gallardía te atreves a hablaros?”. El muchacho comenzó a dar claras muestras de nerviosismo. “Jamás, ni siquiera en las tantas dinastías que me preceden, he tenido noticias de semejante acto de insolencia. Durante años he frecuentado los bajos durante la cosecha de la toronja, despilfarrando jamones entre los hambrientos por los que ahora sacaos la cara y jamás ninguno osó pronunciar palabras de tan poco pudor. Ni siquiera merecéis la muerte de un ladrón, menos la de un asesino…” Nuestro hidalgo temblaba. “¡¡Loco!!, llevadlo con los locos, es ahí a donde pertenece, ¡delira!” Algunos guardias se aprestaron junto a él para retirarlo. “Este mequetrefe delira!” “Que salga de mi vista inmediatamente que…” En un intento desesperado, al ver que finalmente lo retirarían del palacio para abandonarlo en una celda, el muchacho se libró como pudo de los brazos de sus opresores, abalanzándose sobre el monarca y arrojando sobre éste, el misterioso líquido del perverso cometido. En ese instante, trescientas flechas de trescientos arqueros atentos, atravesaron su corazón, sin poder evitar que por el rostro del monarca se deslizaran, purísimas, gotas de exquisita agua fresca.

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