martes, 22 de abril de 2008

relato de un hombre blanco



Desperté con mordiscones en la cara. Con el techo en la punta de la nariz y la memoria hecha un graffiti.
Cómo tantos, al recordar que vivo en un mundo donde existe el tiempo y en la súbita carrera por aminorar el retraso, olvido mis pantalones. No sé si resulta pertinente remarcar que jamás uso ropa interior.
La calle abarrotada de mal vivientes con cara de almohada, suele ser un excelente refugio para quien quiera esconderse del mundo, el problema es encontrarse.
Y ahí iba yo.
Con la camisa manchada por el último café tomado entre amigos y que guardé como tesoro. Con una jauría de perros de la memoria deshaciéndome la carne; y con el cansancio que costó alimentarlos cuando eran cachorros a cuestas.
Y ahí iba yo, el último de la tribu que no supe fecundar, empecinado en no arrojar esperanza en la cuadra.
Sigo a paso de hombre. Nunca aprendí a hacerlo de otra manera. El momento sucedido de momento; lineal, inequívoco, previsible, simple, pueril.
A pesar, de los perros, y del frío de la escarcha; sigo. A pesar del viento, que es casi un humo, y del maletín cargado de piedras de gastados colores, prosigo, persigo.
Supongo que jamás acudiste a la cita, jamás desistirías de conocerme si me topases en ese estado, tan amante.

sábado, 19 de abril de 2008

Número equivocado


Alguien golpea la puerta. Nadie la escucha, pero hace mucho ruido. Más ruido incluso que si la persona que la golpea estuviera dentro golpeándome en la cabeza, y eso hubiera hecho gritar mucho a mis padres; aún así, más ruido. Por las dudas no abro, si nadie la escucha, tal vez sólo lo esté imaginando.
Mi hermana va a sacar la basura, alguien está esperando afuera. Es el que golpeaba, claro está. Sin embargo nadie lo ve. Ni siquiera yo. Es decir, tengo la convicción de que allí se encuentra, pero no lo veo. Y eso que su presencia es más patente que la de mi hermano, con el sonido del estéreo a todo volumen, casi tan ruidoso como el golpeteo de la puerta, casi.
Como nadie se da por percatado del asunto, la puerta se cierra. Y la vuelven a golpear. Mi hermano, sube de nuevo el volumen, papá prende la tele, mamá hace merengue, siempre lo hacía a mano, pero hoy escogió la batidora.
Tengo la certeza de que alguien sigue en la puerta. Aunque los golpes cada vez son más espaciados en el tiempo, como si se cansase. Como si supiera que por más derecho que tiene de entrar (pues cortésmente ha pedido permiso para hacerlo) nadie tuviera la intención de acceder a su pedido. Tal vez, no esté allí. A esta hora de la tarde hay mucho viento, tal vez sea solo eso, viento. Y la persona de campera azul del otro lado de …. ¿dije persona de campera azul? No recuerdo hacer visto nada de eso, seguramente estoy cansado con las clases y el trabajo; además no comí y eso me debe estar afectando. Si, me merezco un buen plato de sopa calentita, de esas que tan bien le salen a la vieja, además por lo visto hoy hay postre.
El golpeteo cesa. A mi padre se le escapa un suspiro que de inmediato disimula, yo le palmeo la espalda; es un buen hombre.
Cenamos en familia.

martes, 8 de abril de 2008

Bitácoras I


El trineo seguía camino a velocidad constante y sin embargo la tierra parecía que llegaba a su fin. A pesar de la convicción consecuente del jinete que nos conducía, todo indicaba que en cualquier momento nos chocaríamos contra la pared del mundo. Como si en la edad media hubiesen tenido la razón y la tierra fuera plana y el precipicio nos esperase para pervertirnos con monstruos o con hadas.
Pero no, la última nube dio lugar a cielo despejado, y un poblado perdido, fabulado más que olvidado, se abría paso en el mar con forma de mano. Mano, como si intentase caminar patas arriba, o tuviera que sujetarse fuerte para no caerse del planeta.

Allí, cuando el día permite a la noche, esta no hace cumplidos. Las estrellas arden impunes, y el silencio y la oscuridad, tan extraños al citadino, resultan de una incomodidad tremendamente reconfortante. Todo falta, menos panes y peces.

En una de las excepciones que se abren en el inmenso manto de sombra, cuál si fuera un paréntesis, un par de artistas extranjeros discurren a la deriva con sus recién conocidos cohabitantes de penumbra.

Los jóvenes sujetos tienen ambos delgadas complexiones, y pelos desordenados, uno castaño, rubio el otro. Uno va vestido de violeta y el otro de verde, altas galeras, a rayas. Trajes con cola que les llega hasta el suelo, y las caras pintadas de blanco con una típica nariz roja incrustada en sus rostros. Medias granates, si; claro, son payasos.

Andan por la América bolivariana, y rebuscan en los rostros de quienes pocos motivos tienen, y les conquistan sonrisas que habían olvidado que llevaban puestas y sentaban cómodas. Y es su única conquista, su penúltima batalla.

Ya no votan, jóvenes y pujantes, ya no eligen. Según ellos, la abstención de voto promedio en Colombia es del 70 %. Y nada pasa, los reyes pelean por el sillón sin consultar a los bufones, que irremediablemente continúan su trabajo; aunque no haya nada más sarcástico, nada más caricaturesco, nada mas deforme, que un trono de espaldas al pueblo.

Tampoco toman las armas. En el corso montado de esa eterna bacanal, sus destinos comunes son pueblos devastados por la guerra.

Mientras tanto, aquí en el fin del mundo, la noche exhausta da paso al día, albor que es por siempre será un preludio incierto

No rieron en toda la noche, los payasos recios van planeando un nuevo truco.


Cabo Polonio
abril / 2008